Si mi recuerdo no me engaña, aprendí a leer en casa con un libro llamado Caminito. Nunca he logrado que nadie más recuerde ese libro y pensaba que era un invento de mi memoria, hasta que recientemente di por casualidad con un artículo que identificaba a su autora, la educadora Zoraida Heredia viuda Suncar.
En ese libro venía una historia que me gustaba mucho acerca de un árbol de naranja. Decía que un niño estaba comiéndose una naranja y escupió una de sus semillas al piso. Y “la semillita rodó y rodó” por la acción del viento. Vinieron las lluvias, y con el cambio de estaciones, esta semillita se convirtió en un árbol. Siempre que como naranjas y escupo las semillas, pienso en esa frase: “la semillita rodó y rodó”. Así nos marcan los libros de la infancia.
Ayer recordé esa historia, pero no estaba comiendo naranjas. He pasado por una calle y he visto árboles crecer en los balcones. Aquella visión no podía sino fascinarme, porque se trata de un edificio abandonado y estos árboles crecen en unos balcones cuyas puertas están condenadas por bloques de concreto.
Hoy he pasado por allí otra vez y me he detenido un rato a contemplarlos. Una chica que vive en el edificio de al lado me lo confirmó: crecieron solos, nadie los puso allí. Esos árboles son, teóricamente, una imposibilidad. No entiendo cómo pudieron adquirir ese tamaño sin tierra y sin cuidados. Los he visto asediados por palomas y he pensado que de seguro éstas son las autoras de este imposible. Y no podía dejar de maravillarme, como siempre lo hago, de que la vida se abra paso en los lugares más insospechados y sobre todo en los márgenes. Allí donde un balcón se niega a recibir a nadie, porque las puertas han sido selladas para siempre.