El otro día estaba en el supermercado con Miguel Aza y éste agarró un manojo de espárragos solo por el placer de tocar. “Nunca los he comido”, le comenté, “pero siempre que los veo recuerdo a Juvenal Urbino, el personaje de El Amor en los tiempos del cólera. Le gustaba comer espárragos y luego apreciar cómo olía su orina tras comerlos”. “Tú siempre encuentras algún vínculo con los libros”, me dijo Miguel. Y es verdad.
En los días siguientes pasaron dos cosas: primero, me puse a buscar el fragmento del libro en internet para mándarselo a Miguel y di con un artículo que me gustó mucho sobre los espárragos en la literatura, con lo cual, inmediatamente se anuló el ejercicio que esperaba poder hacer aquí y en su lugar invito a todo el mundo a leerlo.
Segundo, me puse a buscar espárragos en el supermercado para vivir la experiencia de Juvenal Urbino, pero no los encontré. Pues bien, pasadas las fiestas, los espárragos regresaron al refrigerador del super y agarré un manojo aprovechando que estaban en oferta, porque todo el que haya visto espárragos en el supermercado sabe que cuestan lo que un riñón.
¿Pero qué es esta mierda?, dije cuando los comí. Obviamente, no valían lo gastado y sabían igual o aún menos que las vainitas chinas.
Hoy, contándoselo a una amiga española, he vuelto a buscar ese artículo sobre los espárragos y veo que dice en su primer párrafo “emerge el espárrago de su matriz leñosa y punzante, para regalarnos el sabor más puro e intenso del bosque”. Entonces caigo en que he comprado una porquería importada y a menos que vaya allá donde se producen, nunca conoceré “el sabor más puro e intenso del bosque”.
“Tú tienes mangos riquísimos”, me dijo mi amiga, a modo de consuelo. “Y habichuelas con dulce”, añadió. Y es verdad.
En la imagen, “Manojo de espárragos”, de Manet. Y en el link, la genial historia de esta pintura.