La calor

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Cuando me hablan del futuro, siempre pienso en los estudios sobre el impacto de calentamiento global en la isla, que proyectan que la temperatura aumentará hasta 6 grados para 2050. Escenario pavoroso para este cuerpo de foca capuchina perdida en el Caribe que padece el rigor de temperaturas de 32 y 34 grados como si me estuvieran quemando viva.

Para estos días calurosos también pienso en los relatos del calor en los libros que he leído. Pienso en Carson McCullers y el Sur de Estados Unidos y en un cuento de una vecindad donde todos escuchan a alguien tocar un piano mientras sudan horrorosamente.

Pienso en «la carretera está muerta», de Juan Bosch (tema para otro post); pienso en personajes consumiendo sopas al mediodía, mientras afuera el sol resplandece y reblandece el asfalto.

Pienso, por supuesto, en Gabriel García Márquez y en sacerdotes que intentan sobrevivir al calor bajo su sotana. Trataré de hacer una selección de estas lecturas para los próximos días.

Recientemente me topé con una reseña de «¡Absalón, Absalón!», la novela de William Faulkner. En ésta viene un fragmento en el que Faulkner relata la costumbre de convocar la penumbra en los días calurosos.

«Desde las dos, aproximadamente, hasta la puesta de sol, permanecieron sentados, aquella sofocante y pesada tarde de septiembre, en lo que la señorita Coldfield seguía llamando el despacho por haberlo así llamado su padre; una habitación cálida, oscura, sin ventilación, cuyas ventanas y celosías continuaban cerradas desde hacía cuarenta y tres veranos, porgue allá en su niñez, alguien opinaba que el aire en movimiento y la luz producen calor, mientras que la penumbra resulta siempre más fresca».

Ese texto me trajo a la memoria otro texto de un autor que siempre reconoció la influencia de Faulkner en sus novelas: Gabriel García Márquez. Desde que leí El amor en los tiempos del cólera, hará ya tantos años, no hay manera en que no me sienta culpable al abrir ventanas durante el día, pensando: «Estoy dejando que entre el calor, recuerda el método de Juvenal Urbino».

«Nacidos y criados bajo la superstición caribe de abrir puertas y ventanas para convocar una fresca que no existía en la realidad, el doctor Urbino y su esposa se sintieron al principio con el corazón oprimido por el encierro. Pero terminaron por convencerse de las bondades del método romano contra el calor, que consistía en mantener las casas cerradas en el sopor de agosto para que no se metiera el aire ardiente de la calle, y abrirlas por completo para los vientos de la noche. La suya fue desde entonces la más fresca en el sol bravo de La Manga, y era una dicha hacer la siesta en la penumbra de los dormitorios, y sentarse por la tarde en el pórtico a ver pasar los cargueros de Nueva Orleans, pesados y cenicientos, y los buques fluviales de rueda de madera con las luces encendidas al atardecer, que iban purificando con un reguero de músicas el muladar estancado de la bahía». 

¡Ah, la calor!

PD: El video es como estaré yo, muerta de calor, en el año 2050. (En realidad es Vanessa Redgrave, en La balada del café triste, 1991, basada en la novela de McCullers).

 

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