Una noche, viajando hacia mi pueblo, apretujados (porque era la última guagua y no teníamos opción) en el asiento del medio se sentó un joven y más adelante una anciana.
Al rato la vi posar su mano sobre la espalda del joven como cuando intentas confortar a alguien, solo que eran dos desconocidos. Oh dios, ese movimiento tan simple. Hace once años y lo recuerdo por lo mucho que me conmovió ese pequeño gesto, amoroso e íntimo.
Anoche le comentaba a alguien: me interesa lo minúsculo. La poesía presente en lo cotidiano. Y esta persona me decía: ¿pero qué? En la tarde había leído un cuento de Hilma Contreras llamado El cumpleaños de Vitalina y se lo puse de ejemplo. Al principio de la historia la protagonista llega a su casa desafiando nuestro sol del mediodía. “Todo reverbera”, escribe Contreras. Vitalina lleva encima el disgusto de un día más en la oficina. Se desnuda y se da un baño. Con el baño, se libera del tedio. Se purifica.
Es el tipo de cosas que me conmueve: encontrar belleza en alguna cosa simple que hacemos a diario. He visto esa reverberación del mediodía. He llegado cada día a casa con el tedio de la oficina. Me he bañado al menos 10 mil veces desde que tengo trabajo. Nunca se me ocurrió ver poesía ahí. No es el sol. No es el baño. No es el tedio. Es la mirada que se posa sobre las cosas, como la mano de esa anciana en la espalda de un joven desconocido.