En el fin de semana estuve leyendo París era una fiesta. Hemingway cuenta que está sentado en un café, viendo cómo la luz va cambiando de color mientras se proyecta sobre los edificios y los árboles.
Está absorto en esta contemplación cuando de pronto se sienta junto a él un escritor que le desagrada y le pone conversación. A continuación Hemingway narra acerca de lo que hablaron. En un momento, como una concesión, hace lo que ha estado evitando todo el tiempo: mira al tipo abiertamente a la cara. Luego vienen estas líneas:
“Me arrepentí, y miré a la acera de enfrente. La luz estaba cambiando otra vez, y me había perdido el instante del cambio”.
Será tonto, pero con el registro de esta “molestia” Hemingway se ganó mi corazón porque es el tipo de cosas más cercanas y más verdaderas que voy a encontrar nunca en un libro.
He podido reconocerme en ello porque cuando tengo la dicha de estar en casa en ese momento del día (lo que usualmente solo ocurre los fines de semana) estoy muy atenta. Permanezco muy quieta en mi cama.
Observo por la ventana cómo la luz se proyecta sobre los árboles del patio vecino, sobre la pared de mi habitación. Cómo suaviza todos los contornos y se posa sobre las cosas, como quien otorga la paz, justo antes de dar paso a la oscuridad. Me quedo quieta un rato más, postergando la hora de encender los bombillas. Pero es inútil. Esa luz ya se ha ido.
La foto es de mi gato en el momento en que cae la tarde y se da el cambio de luz. Una foto muy mala de un momento muy bello.