Estoy en el mercado del Barrio Chino. Pienso que soy como el protagonista de «Llovió todo el domingo», una novela de Phillipe Delerm, porque me siento tan en paz por haber venido al mercado sola, que creo que solo intento convencerme de que fue una buena idea y que me dará felicidad.
¡Cuán agradable es el olor del pescado fresco, las extrañas formas de las frutas raras, el olor a grasa que emana de los dumplings fritos!, me digo con sorna. No sé por qué no puedo solo disfrutarlo.
Desde una mesa, observándolo todo, he podido recrear la turbación del señor Spitzweg mientras recorre, solo, un mercado parisino en una mañana de domingo, comprando cerezas, berenjenas, peras y alcachofas. «Frutas de gestos lentos», que requieren tiempo y paciencia en su preparación. Así la vida detenida, cuando no en cámara lenta.
La historia de su amor con Clemence Dufour era «como una astilla hundiéndose» y aquello aún lo perturbaba, aunque quisiera entretenerse en gestos como el de comer una a una sus cerezas.
«Al contrario de lo que pueda pensarse, lo cotidiano es lo más difícil de compartir», le había dicho en un arranque de lucidez. A partir de entonces comenzaron a verse solo en momentos privilegiados hasta que luego no se vieron más en absoluto.
“Es como si Clémence Dufour hubiera arrojado una piedra al agua: las ondas se amplifican para luego espaciarse. El canal recobrará su quietud, ha de ser así”, se dice a sí mismo.
Yo me levanto de la mesa y me voy a comprar un cactus.Este domingo no hay frutas raras para mí. Intento recordar un verso: “La soledad es…”
“La soledad es un náufrago que se ha sacado los ojos”, digo, después de mucho esfuerzo. Estoy segura de que acabo de inventármelo.