«En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato
Todas las aletas de todas las narices azotan el aire
buscando una flor invisible
la noche se pone a moler millares de pétalos,
la noche se cruza de paralelos y meridianos de olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe provocar».
Recuerdo hace algunos años, cuando Cecilia Moltoni vino al país, una conversación en la que dijo que si tuviera que decir a qué huele Santo Domingo, respondería que huele a cilantro. Con Cecilia aprendí lo que era el cilantro: toda mi vida le llamé «verdecito» o “verdurita”.
Los versos con que inicio pertenecen al poema «La isla en peso», de Virgilio Piñera. Un poema que me gusta tanto tanto que habría querido que hablara de Santo Domingo y no de Cuba. Y a pesar de ello, solo me confirma las coincidencias en nuestra isleñitud, de nuestra caribeñeidad o quién sabe si de nuestro antillanismo. En última instancia, de nuestros olores. Del olor del trópico.
Una vez tuve esa conversación con Lery, sobre el olor del trópico. Ella me citó un fragmento de Ébano, de Ryszard Kapuscinski. «El olor del cuerpo acalorado y del pescado secándose, de la carne pudriéndose y la kassawa asada, de flores frescas y algas fermentadas, en una palabra, de todo aquello que a un tiempo resulta agradable y desagradable, que atrae y echa para atrás, que seduce y da asco. Ese olor nos llegará de los palmerales, saldrá de la tierra incandescente, se elevará por encima de las alcantarillas apestosas de las ciudades. No nos abandonará, es parte del trópico».
¿Por qué recuerdo estas cosas? Cuando camino por Santo Domingo no siento el olor a cilantro. ¿Quién lo hace, además de Cecilia? Si recuerdo esto es por una vaga referencia al olor de la ciudad en la novela Reinbou, de Pedro Cabiya. Dos personajes antagonistas: uno, el Capitán Horton, que “no soporta el olor de las calles, ni el sol implacable, ni el salitre que se levanta del mar, ni la miasma que se levanta del río Ozama por las tardes” y otro personaje que está, por el contrario, “fascinada con el país. Todo se lo encuentra hermoso: el río, el salitre, el olor, la gente, sus enlaces dominicanos en el ejército, los espías que maneja…”
Esa referencia me llevó a otra descripción aún más concreta del olor de Santo Domingo que aparece en Hecho en Saturno, de Rita Indiana:
“El olor imaginado le abrió el apetito, pero olor de las distintas pestes con que los pasajeros habían curtido el vinilo de los asientos del carro era mucho más fuerte. La puerta no tenía vidrio y Argenis sacó la cabeza para respirar el aire fresco, pero afuera olía a leche cortada, ese olor amargo y líquido de los vegetales en estado de putrefacción. Olía a mierda de deambulante, a sudor, a capas de sudor con hollín, al polvo que levantan los taladros de los obreros haitianos. Olía a ratón muerto, a congregación de palomas enfermas, a vómito de borracho y al sancocho verde de agua aposada en las cunetas durante meses y meses”.
Ambas referencias me hicieron pensar en las pocas veces que los autores nos regalan sensaciones olfativas. Me complacen porque me hacen estar más atenta cuando camino por la ciudad. Y de ahora en adelante también lo estaré cuando lea.
Foto: Claudia Martínez