Pasé por el Malecón y vi a lo lejos unas luces contra el mar. Recordé un barco que vi una noche, hace varios años, completamente iluminado. Se desplazaba en dirección oeste muy cerca de la costa e iba tan veloz como una bicicleta.
Imaginé la soledad de sus tripulantes en este atardecer, en medio del mar. Estaba tan distraída pensando en aquel barco, que no me di cuenta, hasta que estuve lo suficientemente cerca, que no era más que un tendedero de luces junto a un food truck. Aún así pensé: si una pudiera abstraerse de todo el ruido del Malecón, posiblemente aquel local solitario que tiene como fondo el mar plomizo seguiría siendo una imagen triste y a la vez muy bella.
Recordé algunos versos de Alejandro González en su libro “Donde el mar termina”. Aquel poema donde se describe el malecón y “[…] los barcos / que van y vienen y dibujan la isla”. Aquel otro en el que se pregunta “si es una forma de poesía la nostalgia”.
Volví a mirar hacia la costa. Aquella masa de plomo que unas horas se volvería negra como la tinta. Entonces concluí que era bueno que no pudiera abstraerme del ruido de los camiones, porque terminaría enloqueciendo de tanto azul, de tanto gris, de tanto negro.
El mar, que durante el atardecer, de acuerdo al poeta “Tiene en su cuerpo esa / resaca sospechosa que precede / a las negras jornadas de tormenta”. Y la ciudad donde al final del día “corre viento y sube el humo de las fábricas”. Ese Santo Domingo que cuando cae la noche finalmente “se enciende como // una lámpara vieja”.
Dios mío. Que nunca me falte el mar.