La vida apaga su radio y abre un silencio infinito sobre la partida de Edgar Reyes

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Edgar Reyes Tejeda.

SANTO DOMINGO (RD).-Hace unos meses visité a F. y entre otras cosas, me habló de las muchas tardes en que leía para Edgar Reyes Tejeda, nuestro amigo en común (ciego desde los 11 años) y lo que esto significó para sí mismo.

No lo dije, pero pensé que el favor no era para Edgar, sino para todos a los que alguna vez nos tocó leerle, en esas tardes lánguidas y excesivamente largas en un pueblo en el que no había absolutamente nada que hacer y donde la biblioteca tenía escaso material y solo servía para las tareas escolares.

Siempre fue complicado tener acceso a libros en Monte Plata. Pero Edgar tenía una biblioteca cuyo origen nunca pregunté, y cuando en casa no había novedades, sabía que podía acudir a su librero. En el círculo literario que fundó compartíamos lecturas y a veces nuestras producciones literarias.

En una ocasión se encargó de la publicación de un libro que recopiló nuestras narraciones (lo tengo muy escondido). Más adelante hicimos un cineforo con películas que alquilábamos en la capital, algunas de las cuales llegaron a escandalizar a su abuela, que se sentaba junto a nosotros como una capellana. Todas estas cosas para otras personas tal vez son irrelevantes, pero no lo fueron para mí, y sé que tampoco para mi hermana ni para ninguno de los que participábamos en ese grupo. Significó mucho porque crecimos en un lugar agreste para nuestras inquietudes de entonces.

Más adelante fui su secretaria y me tocó tomar sus dictados. Por ese entonces, Edgar tenía la columna “Oyendo radio” en el periódico Hoy, en la que hablaba de las cosas variadas que escuchaba, desde Trespatines hasta deportes.

Nunca he podido olvidar un texto en específico. Pienso que ese día Edgar no tenía nada que escribir y sencillamente se limitó a relatar un episodio en que iba en un carrito público y la radio estaba apagada. Y este hombre ciego, parcialmente sordo, que se guiaba por el tacto y por los sonidos que podía percibir, solo se dejó llevar y se concentró en el silencio inusual que había en ese vehículo aquel día. Inusual porque la gente, cuando la radio está apagada, se apresura a llenar ese silencio. ¿Por qué me impresionó tanto esa columna acerca de nada en específico? Porque yo andaba con él ese día y no capté esas cosas que él narraba. Sencillamente, no había desarrollado esa sensibilidad, ese nivel de introspección, esa manera de conectarme con lo que me rodea. Y sin embargo, desde entonces, siempre que abordo un carrito público donde la radio está apagada, recuerdo esa columna y hago su mismo ejercicio. Esa columna despertó algo en mí.

La muerte tiene la facultad de hacernos iguales y esto es una ventaja para la mayoría de nosotros. Está bien porque dignifica al muerto y dignifica a los dolientes. Pero escribo estas líneas y pienso que también es injusto, porque Edgar Reyes, quien murió la semana pasada, no fue igual a todos. Su amistad siempre será especial para aquellos a quienes nos condujo por los senderos de la literatura y a desarrollar una sensibilidad que tal vez la hosquedad de nuestro espacio natural nunca nos habría concedido.

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