Culpar al extranjero de los males de la sociedad es una salida simple y efectiva para captar la atención de la ciudadanía puesto que apela al atavismo de las diferencias, premisa básica de los nacionalismos.
En boca de políticos, cualquier arenga en contra del extranjero se traduce en capital proselitista inmediato. La historia está llena de ejemplos aterradores de lo que puede provocar este tipo de prédica.
Que el político recurra al desprecio al extranjero como herramienta para conseguir adeptos no es algo que llame a sorpresa. A fin de cuentas, la política partidista se rige por la lógica del interés, lo cual está muy lejos de la moral de la solidaridad esperable en un ordenamiento democrático eficaz. Poner coto al poder político es una de las tareas fundamentales del intelectual como figura pública. Pero cuando éste interviene en el debate ciudadano para hacerse eco del discurso viciado de los políticos deja de ser una voz transformadora para volverse un fanático. En el caso de la fobia al extranjero, el intelectual se convierte en propagador de odio.
En días recientes he leído con estupefacción en la prensa dominicana la noticia de las declaraciones del historiador Roberto Cassá en torno al tema de la inmigración haitiana, así como sendos artículos de los novelistas y diplomáticos Guillermo Piña Contreras y Pedro Vergés en los que alaban un cuestionable libro sobre la misma querella: El ocaso de la nación dominicana. En las palabras de estas respetadas figuras del mundo intelectual los rancios argumentos sobre la presencia haitiana en el territorio dominicano se repiten como en las fábulas infantiles.
Lo más chocante de estas intervenciones, y tantas otras que han copado las páginas de opinión de los periódicos dominicanos en los últimos días, es que evitan tocar la médula del asunto. La inmigración haitiana está en la base de grandes fortunas en la agricultura, la construcción, el turismo y la economía de servicios. También enriquece por lo bajo a militares corruptos, los cárteles del carbón y los barones del azúcar.
Del lado haitiano del Masacre opera la misma dinámica de extracción desmedida de capital en desmedro de una población abatida por un historial de arbitrariedades que no terminó con el exilio de Duvalier en 1986. En los últimos años, el pueblo haitiano de a pie ha venido haciendo frente a otro orden despiadado, el de la avaricia de una clase política apoyada por los intereses económicos del Grupo CORE, que es la mano que mueve los hilos de la tramoya gubernamental en Haití. Este concilio, establecido en 1997, lo integran los embajadores de Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania y Brasil junto a delegados de España, la ONU, la OEA y la Unión Europea. A este ominoso cuadro hay que agregarle otra variable: el accionar de las pandillas y fuerzas paramilitares que también reprimen cualquier intento de manifestación. A ninguno de estos grupos les interesa la estabilidad social y política de Haití.
La intervención del intelectual público en lo tocante al tema de la inmigración ilegal debería empezar por presentar un cuadro amplio e informado de la situación de Haití, desmontar el sermón de los políticos estimuladores del odio y denunciar el proceder de esos elementos de la sociedad dominicana que medran con la pobreza del haitiano.