Ayer fui a la librería a buscar un libro para un amigo y me puse muy contenta porque me encontré con un poemario de José Mármol que tenía ganas de tener y por el que estuve preguntando recientemente a mis amigos lectores. Cuando ilustramos al poeta en Ficciones para llevar, lo hicimos basándonos en ese poemario a sugerencia de un amigo, así que tenía muchas ganas de leerlo.
Fue pura casualidad que lo encontrara, porque es un libro de 1984, pero el que me traje a casa es una reedición del año 2016 (que desconocía que se había hecho). Solo había dos ejemplares en la librería, así que igual pude no encontrarlo, así que haber estado ahí en el momento correcto me alegró la tarde.
Apuré mi salida de la librería para no comprar otras cosas. No porque no quisiera, sino porque no podía. Al llegar a casa, tenía los dos libros en la mano y no sabía por cuál empezar. Luego miré a mi alrededor y vi muchos otros libros, recién adquiridos y no tanto, que tampoco comencé.
Cuando pienso en mis limitaciones económicas puedo encontrar algunas respuestas y una de ellas es gastar en libros el dinero que no tengo. Suena romántico e intelectual y hasta genial si se quiere. Pero en términos prácticos no lo es tanto, sobre todo si compro más libros que la capacidad que tengo de leerlos en términos de tiempo.
Lo confieso: soy acumuladora compulsiva de libros. Cuando pienso en ello, suelo justificarme diciendo que me estoy preparando para el apocalipsis de los libros. O para mi desempleo, o para mi retiro en una casita en Macasías, dentro de 15 años más. Los leeré todos, estoy segura. A menos que me sobrevenga la muerte o me siente sobre mis lentes (esos que todavía no uso) y me quede cegata y entonces no haya manera. Ok. Lo he entendido. Explicándolo ya tengo mi respuesta: el tiempo es ahora.